miércoles, 14 de octubre de 2015

Malditos los veintitantos


Ese fragmento de tiempo en el que se está lo suficientemente perdido para que “lo único que no tenga solución es la muerte”, y donde lo más grandioso sigue siendo “agarrar la sortija en la calesita”:  

Hace poco alguien me dijo que a los treinta te cambia la perspectiva de la vida, que las cosas se ven de manera diferente (algún punto inflexión en ese período). La gente grande, mayor, o vieja me dice siempre que “lo que tenga que ser va a ser”, que “todo pasa por algo”, que “se entiende porque las cosas suceden de un modo u otro cuando se ven con la perspectiva de los años”. Como si en el trascurso de la vida las cosas fueran “alivianándose”, perdiendo peso, careciendo de importancia, resbalando. Parece que la vida te fuera demostrando que no importa lo que hagas, lo que pienses, o cómo actúes, va a ser lo que tenga que ser, y tus decisiones no tienen un cuerno que ver con lo que vaya a ser de tu vida. Una pérdida de poder sobre los acontecimientos.

Cuando era chiquita, sin embargo, todo me resultaba de vital importancia, trascendente, como si todo gozara de un peso extraordinario. No había nada más angustiante que tu mamá no te dejara quedarte a dormir en casa de tu prima. Nada más frustrante que se te acabe un Naranjú; acto más rebelde que andar en bici en cuadras más alejadas de las que tus viejos te habían dejado; acto más inhumano que dejar algunas de tus Barbies sin peinar. Ni mentira más irreverente que ir a jugar al cementerio a pesar de las prohibiciones. Cada acto que cometía estaba, indefectiblemente, modificando el trascurso de toda mi existencia.  


Hoy (dígase período alrededor de los veintitantos), uno es un liminal que quisiera llegar a esos años en que la gran mayoría de cotidianidades nos resultarán imperturbables e inmutables.  Simultáneamente, quisiera que cada “pavada” diaria tuviera una resonancia en lo que será el desarrollo de “algún tipo de destino”. Que todo se aliviane para que sea fácilmente desprendible. Que todo cobre peso para que sea difícilmente despegable. Es raro que la sabiduría la veamos en la vejez alivianada, y que concedamos la insensatez a quienes saben proteger el peso. 

sábado, 2 de mayo de 2015

El último balcón

Hay lugares que se filtran por los pulmones como elementos fundamentales para respirar. Aquel balcón era uno de ellos, uno de esos espacios abiertos, vertiginosos, opacos del viento. Era una de esas minúsculas pero brillantes perlas escondidas en el medio del océano. Un perfecto espectro de la felicidad de los nativos y los visitantes. Un balcón, de estructura de hierro vieja, con poca belleza arquitectónica, insípido y casi vulgar, había logrado que un estúpido helado nos llenara el alma. Fue desde ese tiempo que comenzamos a divagar sobre la eternidad y la finitud, sobre lo pesado y lo liviano, o sobre la etérea felicidad conocida de a meros cachos. Desde esos absurdos, pero profundos, y largos coloquios que manteníamos, siempre con la boca manchada de angustias, chocolate o café, aprendimos a desnudar los espíritus de quienes nos rodeaban. Abrazamos la podredumbre, los tachos de basura y las calles infestadas de la ciudad al son de un canto que se nos antojaba en infinitas lenguas diferentes, entre ellas, la carcajada profunda. Con el tiempo nos trasladamos nadando, con esa media sirena que guardábamos, hasta llegar a tierras ajenas, donde encontramos un faro; un homólogo del balcón. Este quizá gozaba de mayor estética visual, y aunque nos resultaba excesivamente colorido, se convirtió por esos días en un sueño opaco, como el balcón, por ser el último de los faros que nos había elegido. Al volver, las dos habíamos sufrido una famosa metamorfosis en el cuerpo, algunos la llaman amistad, otros amor... nosotras la llamamos “mññ” (думка), porque es una palabra bonita, de Bielorrusia, que lleva por significado “opinión” y que representaba de alguna forma lo que nosotras hacíamos con ella por su esplendor sonoro.  Después de un tiempo de la vuelta a casa dejamos de ir al balcón. Siempre pasa lo mismo, cuando uno deja de agarrarse a una baranda, lo que sucede, es que se suelta de todo aquello a lo que está aferrado. Ella sacó uno a uno los dedos del hierro frío, despegó la palma de la mano de la baranda pintada, dio un par de pasos hacia atrás, se dio la vuelta y siguió caminando de espaldas al mar, de espaldas al balcón. Desde aquel despegue suyo del alma mía, yo no quise volver al balcón tras su drástico desprendimiento. Sin embargo, se me antoja un loop el recuerdo suyo con la boca llena de helado, hablando la lengua de las carcajadas, sentada en las escaleras del balcón, con la amplitud del mar de fondo. Ahora el balcón es un simple espacio anónimo, lleno de caras desconocidas y espíritus que no puedo desnudar. Las cosas ya no se me distinguen por su peso, sino que todos son meros cachos de algo indescifrable. Ella supo dejarme en un último coloquio mudo, un suspiro de su alma viva en un sueño. Su  eternidad es cada ola que llega como queriendo alcanzar el balcón, y que yo escucho bajito, inclinándome con el oído, como queriendo volver al último faro que nos eligió. 

miércoles, 25 de marzo de 2015

La libélula



Anocheció como también anochece tras las horas de un nuevo día. Sin mirar atrás se marchó y tan sólo dejó un vacuo suspiro de lo que había sido su vida, sin más. La chica no tenía prisa por partir, pero desgraciadamente sus pensamientos la torturaron hasta que escogió el camino que la llevó a su felicidad, enmarcada en el lugar en el que siempre había deseado estar.

Muchos pensaron que la decisión que tomó no fue la correcta, pero ni si quiera pensó; batió las alas y echo a volar. Desapareció como desaparecen las tersas carnes en la vejez, como la sed traga el agua. Y nadie pudo cuestionarse nada más.

¿Qué importaba lo que pensasen los demás si ella finalmente pudo ser feliz?

Pasaron los años, como pasan los viajeros por una estación, sin que el resto importe. Pareció que todo había vuelto a una falsa normalidad, sin juicios de valor, sin que las conciencias ajenas pudieran aporrear a su antojo destinos escogidos. Ella había cambiado el mundo.

Y no os penséis que nunca más volvió a hablarse de ella. Su historia fue recordada por toda la eternidad tanto por detractores y como sobre todo por devotos. Y lo más bello, es que al atardecer, cada día, antes de que la negra manta cubriera los sueños, un enjambre de libélulas migraba hacia una espiral, sin ningún sentido, pero colmada de felicidad.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Me gustan tus zapatos

Te miro, y me miras. Parece que todo suena a una canción de The Verve. Me duele el estómago. Vomito y te mancho el abrigo.

Creo que bebí demasiado.

Me miras y sonríes, y vuelvo a vomitar. Me coges el pelo para no ensuciármelo.

Me doy cuenta de que te preocupas demasiado por mi cabellera.

Tengo las puntas abiertas. Creo que tengo que ir a la peluquería.

Por cierto, cuando he mirado al suelo, me he fijado en un detalle sin importancia.

Pese a llevar zapatos, te siento descalzo.

Vayamos a la cama. Corre.


jueves, 13 de noviembre de 2014

Nunca convertirse en Lepidóptera

Una lepidóptera me dijo que yo tuve, hasta hace poco, mi voto de castidad en el cuerpo. Este “objeto”, divino y extravagante, era una compañía amable que he perdido, y me perdí yo, porque era mía. La luna se reía de la luz de la luciérnaga, mientras guardaba bien profunda SU luz propia, su identidad, que era también la más profunda de sus maldiciones. Era su talón de Aquiles, la llamada de atención a la destrucción. Pero era solamente un pequeño pedacito, controlable y reconocible. Mi castidad corpórea, ese muro que tejí con lanas viejas, unas que mi abuela había abandonado en sus peores delirios, era mi “cosa” propia. Era una red envuelta que me hizo oruga, hasta que yo quise que sea lepidóptera. Esa castidad férrea comenzó como un juego. Tejer a dos agujas era fácil, muy fácil. Era rápido y me fue permitiendo hacer coraza poco a poco. Ese tejido era, la forma más sencilla de vomitar lo indeseable, lo putrefacto, dejándome el hedonismo más puro. Lo que pasa con estas cosas, Damas y Caballeros de este circo, es que tras mucho tiempo, la lana se pega, hace túneles a través de la piel, de los músculos, las articulaciones, y llega un momento en que no se encuentra ni el principio ni el final de la red. Uno, acaba siendo parte, es la red en sí misma, y las puntas de la lana se desintegran, se hacen tendones, venas, incluso tus más desagradables fluidos... también los agradables en el vaivén de los humores. Pero no desaparece. La lana, con más tiempo, no sólo construye un amasijo de cuerdas y tendones, de esto sabía el señor Rodríguez: se metamorfosea. Te atragantas de oxido férreo. Y hay un borde, en algún final de la oruga, que se muestra como una punta cálida que nunca se sabe incandescente para desarmar el tejido. Llegados a este punto, lo que tenemos es una red oxidada que no ha hecho más que corporeizarse: la castidad. Para quienes no lo sepan, la castidad es el comportamiento voluntario a la moderación y adecuada regulación de placeres o actos sexuales. Pero esta definición no es correcta y sus bases teóricas, teológicas o epistemológicas, no se sostienen, o no me gustan, no contemplan la totalidad de sus virtudes. La castidad está vinculada al ser y al hacer. La castidad es la capacidad de incapacitar. Es la red de lana, esa que se va tejiendo de a poco, desde los más tiernos pasos, acciones y palabras que pronunciamos. La castidad es la virtud que aparece a veces de no dejar pasar, de impedir cualquier intento de apagar la luz de la luciérnaga. Lo que sucede a veces, es que el mundo de las ideas y los conceptos pasan la dimensión platónica, y se hacen carne. Esto es lo que pasa. La lana y la castidad son la misma cosa. ¿Se entiende? Y está en todo el cuerpo, en el yo, en el ello, en los ojos. Y hasta en la madre que nos pario. Ellas también tejieron, y a todos y a todas nos gusta ser orugas metálicas por las que nada penetra (quitemos las connotaciones sexuales, la castidad no tiene nada que ver con eso). Es el puro control de los abismos, de las caídas en picado, de las soledades más profundas. Es la reverencia directa al lado izquierdo del océano, es la espalda al sol y la bienvenida a la nada, a un vicioso y dulce frasco vacío. Es cada intento de lo inacabado. Es volar antes de romperse el cráneo en la caída. Es la capacidad de escupir para arriba y que caiga justo en el ojo de quien deseas. De actuar dejando atrás inutilidades e inútiles. De reírse de los enamorados, de extrañarse a un mismo, de burlarse de las emociones, de esquivarlas y patearlas de taquito. Ahora bien, Damas y caballeros, lo que también sucede, es que hay quienes son incapaces en toda su existencia de poner incandescente la punta cálida de la red de hierro, que antes era lana, que te hacía oruga, y que ahora llamamos castidad. Algunos nunca logran descoyuntarla, desarmarla, destejerla. Otros sin embargo, cometemos el absurdo pero tentador pecado de calentar la punta cálida (ahora si quieren añadan connotaciones sexuales, ya que, a veces la incandescencia viene por este lado). La red de hierro puede desenredarse, con paciencia y con ayuda de los otros, esos de los que es mejor alejarse. Entonces pasa que la debilidad de un cuerpo que ha estado siendo una oruga con una luz en el culo, es demasiada. El cuerpo, al deshacer la red, es una amasijo de carnes sueltas, recortadas, débiles y sin fuerza. Es un cuerpo pálido, casi muerto, difícil de volver a ubicar en su lugar. El cuerpo es un talón de Aquiles completo, vulnerable y apuñalable por todos sus rincones. Posiblemente perforable con una cucharita de telgopor. Es una masa indefensa, inexperta. Nunca se enamoró, nunca fue abrazada por los otros, siempre fue una oruga. Ahora que saben, se imaginarán que el siguiente estadio es, convertirse en una débil, volátil pero hermosa lepidóptera. Y ya sabemos lo que pasa con las lepidópteras, viven tan sólo unos cuantos días, dependiendo de la especie. Así que, ustedes mismos pueden escoger. La oruga al final, si no se hace lepidóptera, se seca, pero ahí se queda. De última, ni jode ni molesta, pero vive, seca, pero vive. La lepidóptera acabará pronto su estadio y simplemente habrá volado un par de días, perdido la luz propia y pasará a convertirse en propiedad de los otros. Se dejará hacer y deshacer. Si tiene suerte volará un rato por algún campo perdido, pero si la cazan, será una pobre infeliz encerrada nuevamente, viendo de lejos como ha perdido la castidad, aquella virtud que la hacía de hierro, impenetrable, irrompible. Ahora que saben esto  ¿quiere usted ser, oruga o lepidópera?

A mis queridos alumnos..., y amigos

Hace tiempo que quería escribiros esto, aunque siempre he pensado que este tipo de reflexiones no iban nunca conmigo. Pero es que jodidamente gracias a vosotros me he dado cuenta de que siempre hay tiempo para volver a empezar. Puedes replantearte tu vida y cambiar, puedes coger un tren, un avión y alejarte de lo conocido para adentrarte en lo extraño. Os admiro, porque sólo eso ya significa que sois valientes.

La verdad, estos días me han venido a la mente recuerdos, y tengo la suerte de que todos son maravillosos. Siempre recordaré vuestras risas, vuestra comprensión y vuestra acogida. Y siempre os estaré agradecida por haberme hecho sonreír en más de una ocasión. Aunque parezca mentira, os echo de menos porque queráis o no (y si no queréis os aguantáis) habéis formado parte de mi vida, sólo por eso os tengo cariño, me habéis aportado más de lo que podréis llegar a creer jamás.

Únicamente quería transmitiros lo que siento y espero (ojalá) que pronto volvamos a vernos. Hay una cosa de la que si he llegado a arrepentirme, y mucho... Y es de no poder haber acudido a todas vuestras fiestas. No sabéis lo que me duele no haber podido coger una cogorza con vosotros. Pero cuando te faltan horas en un día es prácticamente imposible. Espero que nunca os pase como a mí y podáis tener tiempo para emborracharos y tiraros por el suelo.

En fin, chicas, chicos, gracias por todo. Aunque quisiera, no puedo olvidaros. Quiero que sepáis que si algún día (y sé que es lo que dice todo el mundo pero yo lo digo enserio) necesitáis cualquier cosa, lo que sea, unos macarrones, un chupito, un condón o un abrazo yo siempre voy a estar aquí.

Cuidaros mucho porque sino, pam pam al cul...

lunes, 27 de octubre de 2014

Visite nuestro azar

Detrás de estas paredes se encuentra el lugar más increíble que pueda haber conocido jamás. Se trata de una estancia de 1 metro cuadrado en la que podrá recibir todas las visitas que usted quiera; sus amistades, sus amores, sus conocidos, sus perros y sus gatos. Podrá amar, cantar, soñar y saltar. No tenemos techo para usted, lo de arriba es cielo libre. En cuanto a las vistas... bien no le podemos engañar; se trata de una pared sombría que puede provocarle los temores menos deseados, no obstante es una condición a la que no puede oponerse. Podrá ser feliz, podrá ser libre, o podrá ser un pequeño pusilánime. Todo depende de como quiera enfrentarse a ese metro cuadrado que tenemos para usted por tan sólo cinco suspiros. Es una oferta que no encontrará en otros competidores, le aseguramos que con esa parcela vivirá emociones asombrosas.

¿Qué le parece?, ¿contamos con usted para seguir viviendo?