Anocheció como también anochece tras las horas de un
nuevo día. Sin mirar atrás se marchó y tan sólo dejó un vacuo suspiro de lo que
había sido su vida, sin más. La chica no tenía prisa por partir, pero
desgraciadamente sus pensamientos la torturaron hasta que escogió el camino que
la llevó a su felicidad, enmarcada en el lugar en el que siempre había deseado
estar.
Muchos pensaron que la decisión que tomó no fue la
correcta, pero ni si quiera pensó; batió las alas y echo a volar. Desapareció
como desaparecen las tersas carnes en la vejez, como la sed traga el agua. Y
nadie pudo cuestionarse nada más.
¿Qué importaba lo que pensasen los demás si ella
finalmente pudo ser feliz?
Pasaron los años, como pasan los viajeros por una
estación, sin que el resto importe. Pareció que todo había vuelto a una falsa
normalidad, sin juicios de valor, sin que las conciencias ajenas pudieran
aporrear a su antojo destinos escogidos. Ella había cambiado el mundo.
Y no os penséis que nunca más volvió a hablarse de ella. Su historia fue recordada por toda la eternidad tanto por detractores y como sobre todo por devotos. Y lo más bello, es que al atardecer, cada día, antes de que la negra manta cubriera los sueños, un enjambre de libélulas migraba hacia una espiral, sin ningún sentido, pero colmada de felicidad.