Una
lepidóptera me dijo que yo tuve, hasta hace poco, mi voto de
castidad en el cuerpo. Este “objeto”, divino y extravagante, era una
compañía amable que he perdido, y me perdí yo, porque era mía. La
luna se reía de la luz de la luciérnaga, mientras guardaba bien
profunda SU luz propia, su identidad, que era también la más
profunda de sus maldiciones. Era su talón de Aquiles, la llamada de
atención a la destrucción. Pero era solamente un pequeño pedacito,
controlable y reconocible. Mi castidad corpórea, ese muro que tejí
con lanas viejas, unas que mi abuela había abandonado en sus peores
delirios, era mi “cosa” propia. Era una red envuelta que me hizo oruga, hasta que yo quise que sea lepidóptera. Esa
castidad férrea comenzó como un juego. Tejer a dos agujas era
fácil, muy fácil. Era rápido y me fue permitiendo hacer coraza
poco a poco. Ese tejido era, la forma más sencilla de vomitar lo indeseable, lo putrefacto, dejándome el hedonismo más
puro. Lo que pasa con estas cosas, Damas y Caballeros de este circo,
es que tras mucho tiempo, la lana se pega, hace túneles a
través de la piel, de los músculos, las articulaciones, y llega un
momento en que no se encuentra ni el principio ni el final de la
red. Uno, acaba siendo parte, es la red en sí misma, y las puntas de
la lana se desintegran, se hacen tendones, venas, incluso tus más desagradables fluidos... también los agradables en el vaivén de los humores. Pero no
desaparece. La lana, con más tiempo, no sólo construye un amasijo
de cuerdas y tendones, de esto sabía el señor Rodríguez: se metamorfosea. Te atragantas de oxido férreo. Y hay un borde, en
algún final de la oruga, que se muestra como una punta cálida que nunca se sabe
incandescente para desarmar el tejido. Llegados a este punto, lo que
tenemos es una red oxidada que no ha hecho más que corporeizarse: la castidad. Para quienes no lo sepan, la castidad es
el comportamiento voluntario
a la moderación y adecuada regulación de placeres o actos sexuales.
Pero esta definición no es correcta y sus bases teóricas,
teológicas o epistemológicas, no se sostienen, o no me gustan, no contemplan la totalidad de sus virtudes. La
castidad está vinculada al ser y al hacer. La castidad es la capacidad de incapacitar. Es la red de lana, esa que se va tejiendo de a poco,
desde los más tiernos pasos, acciones y palabras que pronunciamos.
La castidad es la virtud que aparece a veces de no dejar pasar, de impedir cualquier intento de apagar la luz de la luciérnaga. Lo que
sucede a veces, es que el mundo de las ideas y los conceptos pasan la
dimensión platónica, y se hacen carne. Esto es lo que pasa. La lana
y la castidad son la misma cosa. ¿Se entiende? Y está en todo el
cuerpo, en el yo, en el ello, en los ojos. Y hasta en la madre que nos pario.
Ellas también tejieron, y a todos y a todas nos gusta ser orugas
metálicas por las que nada penetra (quitemos las connotaciones
sexuales, la castidad no tiene nada que ver con eso). Es el puro
control de los abismos, de las caídas en picado, de las soledades
más profundas. Es la reverencia directa al lado izquierdo del
océano, es la espalda al sol y la bienvenida a la nada, a un vicioso y dulce frasco vacío. Es cada intento de lo inacabado. Es volar antes de romperse el cráneo en
la caída. Es la capacidad de escupir para arriba y que caiga justo
en el ojo de quien deseas. De actuar dejando atrás
inutilidades e inútiles. De reírse de los
enamorados, de extrañarse a un mismo, de burlarse de las emociones,
de esquivarlas y patearlas de taquito. Ahora bien, Damas y
caballeros, lo que también sucede, es que hay quienes son incapaces
en toda su existencia de poner incandescente la punta cálida de la
red de hierro, que antes era lana, que te hacía oruga, y que ahora
llamamos castidad. Algunos nunca logran descoyuntarla, desarmarla,
destejerla. Otros sin embargo, cometemos el absurdo pero tentador pecado de
calentar la punta cálida (ahora si quieren añadan connotaciones
sexuales, ya que, a veces la incandescencia viene por este lado). La
red de hierro puede desenredarse, con paciencia y con ayuda de los
otros, esos de los que es mejor alejarse. Entonces pasa que la
debilidad de un cuerpo que ha estado siendo una oruga con una luz en
el culo, es demasiada. El cuerpo, al deshacer la red, es una amasijo
de carnes sueltas, recortadas, débiles y sin fuerza. Es un cuerpo
pálido, casi muerto, difícil de volver a ubicar en su lugar. El
cuerpo es un talón de Aquiles completo, vulnerable y apuñalable por
todos sus rincones. Posiblemente perforable con una cucharita de
telgopor. Es una masa indefensa, inexperta. Nunca se enamoró, nunca
fue abrazada por los otros, siempre fue una oruga. Ahora que saben, se imaginarán que el siguiente estadio es,
convertirse en una débil, volátil pero hermosa lepidóptera. Y ya
sabemos lo que pasa con las lepidópteras, viven tan sólo unos cuantos
días, dependiendo de la especie. Así que, ustedes mismos pueden
escoger. La oruga al final, si no se hace lepidóptera, se seca, pero ahí
se queda. De última, ni jode ni molesta, pero vive, seca, pero vive.
La lepidóptera acabará pronto su estadio y simplemente habrá volado
un par de días, perdido la luz propia y pasará a convertirse
en propiedad de los otros. Se dejará hacer y deshacer. Si tiene
suerte volará un rato por algún campo perdido, pero si la cazan, será una
pobre infeliz encerrada nuevamente, viendo de lejos como ha perdido
la castidad, aquella virtud que la hacía de hierro, impenetrable,
irrompible. Ahora que saben esto ¿quiere usted ser, oruga o lepidópera?