jueves, 13 de noviembre de 2014

Nunca convertirse en Lepidóptera

Una lepidóptera me dijo que yo tuve, hasta hace poco, mi voto de castidad en el cuerpo. Este “objeto”, divino y extravagante, era una compañía amable que he perdido, y me perdí yo, porque era mía. La luna se reía de la luz de la luciérnaga, mientras guardaba bien profunda SU luz propia, su identidad, que era también la más profunda de sus maldiciones. Era su talón de Aquiles, la llamada de atención a la destrucción. Pero era solamente un pequeño pedacito, controlable y reconocible. Mi castidad corpórea, ese muro que tejí con lanas viejas, unas que mi abuela había abandonado en sus peores delirios, era mi “cosa” propia. Era una red envuelta que me hizo oruga, hasta que yo quise que sea lepidóptera. Esa castidad férrea comenzó como un juego. Tejer a dos agujas era fácil, muy fácil. Era rápido y me fue permitiendo hacer coraza poco a poco. Ese tejido era, la forma más sencilla de vomitar lo indeseable, lo putrefacto, dejándome el hedonismo más puro. Lo que pasa con estas cosas, Damas y Caballeros de este circo, es que tras mucho tiempo, la lana se pega, hace túneles a través de la piel, de los músculos, las articulaciones, y llega un momento en que no se encuentra ni el principio ni el final de la red. Uno, acaba siendo parte, es la red en sí misma, y las puntas de la lana se desintegran, se hacen tendones, venas, incluso tus más desagradables fluidos... también los agradables en el vaivén de los humores. Pero no desaparece. La lana, con más tiempo, no sólo construye un amasijo de cuerdas y tendones, de esto sabía el señor Rodríguez: se metamorfosea. Te atragantas de oxido férreo. Y hay un borde, en algún final de la oruga, que se muestra como una punta cálida que nunca se sabe incandescente para desarmar el tejido. Llegados a este punto, lo que tenemos es una red oxidada que no ha hecho más que corporeizarse: la castidad. Para quienes no lo sepan, la castidad es el comportamiento voluntario a la moderación y adecuada regulación de placeres o actos sexuales. Pero esta definición no es correcta y sus bases teóricas, teológicas o epistemológicas, no se sostienen, o no me gustan, no contemplan la totalidad de sus virtudes. La castidad está vinculada al ser y al hacer. La castidad es la capacidad de incapacitar. Es la red de lana, esa que se va tejiendo de a poco, desde los más tiernos pasos, acciones y palabras que pronunciamos. La castidad es la virtud que aparece a veces de no dejar pasar, de impedir cualquier intento de apagar la luz de la luciérnaga. Lo que sucede a veces, es que el mundo de las ideas y los conceptos pasan la dimensión platónica, y se hacen carne. Esto es lo que pasa. La lana y la castidad son la misma cosa. ¿Se entiende? Y está en todo el cuerpo, en el yo, en el ello, en los ojos. Y hasta en la madre que nos pario. Ellas también tejieron, y a todos y a todas nos gusta ser orugas metálicas por las que nada penetra (quitemos las connotaciones sexuales, la castidad no tiene nada que ver con eso). Es el puro control de los abismos, de las caídas en picado, de las soledades más profundas. Es la reverencia directa al lado izquierdo del océano, es la espalda al sol y la bienvenida a la nada, a un vicioso y dulce frasco vacío. Es cada intento de lo inacabado. Es volar antes de romperse el cráneo en la caída. Es la capacidad de escupir para arriba y que caiga justo en el ojo de quien deseas. De actuar dejando atrás inutilidades e inútiles. De reírse de los enamorados, de extrañarse a un mismo, de burlarse de las emociones, de esquivarlas y patearlas de taquito. Ahora bien, Damas y caballeros, lo que también sucede, es que hay quienes son incapaces en toda su existencia de poner incandescente la punta cálida de la red de hierro, que antes era lana, que te hacía oruga, y que ahora llamamos castidad. Algunos nunca logran descoyuntarla, desarmarla, destejerla. Otros sin embargo, cometemos el absurdo pero tentador pecado de calentar la punta cálida (ahora si quieren añadan connotaciones sexuales, ya que, a veces la incandescencia viene por este lado). La red de hierro puede desenredarse, con paciencia y con ayuda de los otros, esos de los que es mejor alejarse. Entonces pasa que la debilidad de un cuerpo que ha estado siendo una oruga con una luz en el culo, es demasiada. El cuerpo, al deshacer la red, es una amasijo de carnes sueltas, recortadas, débiles y sin fuerza. Es un cuerpo pálido, casi muerto, difícil de volver a ubicar en su lugar. El cuerpo es un talón de Aquiles completo, vulnerable y apuñalable por todos sus rincones. Posiblemente perforable con una cucharita de telgopor. Es una masa indefensa, inexperta. Nunca se enamoró, nunca fue abrazada por los otros, siempre fue una oruga. Ahora que saben, se imaginarán que el siguiente estadio es, convertirse en una débil, volátil pero hermosa lepidóptera. Y ya sabemos lo que pasa con las lepidópteras, viven tan sólo unos cuantos días, dependiendo de la especie. Así que, ustedes mismos pueden escoger. La oruga al final, si no se hace lepidóptera, se seca, pero ahí se queda. De última, ni jode ni molesta, pero vive, seca, pero vive. La lepidóptera acabará pronto su estadio y simplemente habrá volado un par de días, perdido la luz propia y pasará a convertirse en propiedad de los otros. Se dejará hacer y deshacer. Si tiene suerte volará un rato por algún campo perdido, pero si la cazan, será una pobre infeliz encerrada nuevamente, viendo de lejos como ha perdido la castidad, aquella virtud que la hacía de hierro, impenetrable, irrompible. Ahora que saben esto  ¿quiere usted ser, oruga o lepidópera?

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