Hay lugares que se filtran por los pulmones como elementos fundamentales para
respirar. Aquel balcón era uno de ellos, uno de esos espacios abiertos,
vertiginosos, opacos del viento. Era una de esas minúsculas pero brillantes perlas
escondidas en el medio del océano. Un perfecto espectro de la felicidad de los
nativos y los visitantes. Un balcón, de estructura de hierro vieja, con poca
belleza arquitectónica, insípido y casi vulgar, había logrado que un estúpido
helado nos llenara el alma. Fue desde ese tiempo que comenzamos a divagar sobre
la eternidad y la finitud, sobre lo pesado y lo liviano, o sobre la etérea
felicidad conocida de a meros cachos. Desde esos absurdos, pero profundos, y
largos coloquios que manteníamos, siempre con la boca manchada de angustias,
chocolate o café, aprendimos a desnudar los espíritus de quienes nos rodeaban.
Abrazamos la podredumbre, los tachos de basura y las calles infestadas de la
ciudad al son de un canto que se nos antojaba en infinitas lenguas diferentes,
entre ellas, la carcajada profunda. Con el tiempo nos trasladamos nadando, con
esa media sirena que guardábamos, hasta llegar a tierras ajenas, donde
encontramos un faro; un homólogo del balcón. Este quizá gozaba de mayor
estética visual, y aunque nos resultaba excesivamente colorido, se convirtió
por esos días en un sueño opaco, como el balcón, por ser el último de los faros
que nos había elegido. Al volver, las dos habíamos sufrido una famosa
metamorfosis en el cuerpo, algunos la llaman amistad, otros amor... nosotras la
llamamos “mññ” (думка), porque es una palabra bonita, de Bielorrusia, que
lleva por significado “opinión” y que representaba de alguna forma lo que
nosotras hacíamos con ella por su esplendor sonoro. Después de un tiempo de la vuelta a casa
dejamos de ir al balcón. Siempre pasa lo mismo, cuando uno deja de agarrarse a
una baranda, lo que sucede, es que se suelta de todo aquello a lo que está
aferrado. Ella sacó uno a uno los dedos del hierro frío, despegó la palma
de la mano de la baranda pintada, dio un par de pasos hacia atrás, se dio la
vuelta y siguió caminando de espaldas al mar, de espaldas al balcón. Desde
aquel despegue suyo del alma mía, yo no quise volver al balcón tras su drástico desprendimiento. Sin embargo, se me antoja un loop el recuerdo suyo con la boca
llena de helado, hablando la lengua de las carcajadas, sentada en las escaleras
del balcón, con la amplitud del mar de fondo. Ahora el balcón es un simple
espacio anónimo, lleno de caras desconocidas y espíritus que no puedo desnudar.
Las cosas ya no se me distinguen por su peso, sino que todos son meros cachos
de algo indescifrable. Ella supo dejarme en un último coloquio mudo, un suspiro
de su alma viva en un sueño. Su
eternidad es cada ola que llega como queriendo alcanzar el balcón, y que
yo escucho bajito, inclinándome con el oído, como queriendo volver al último
faro que nos eligió.
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